Carlos Mugica y la "deshistorización" de los hechos.

Atento la avanzada de los Reato y compañia, quienes sostienen la peregrina idea de seguir confundiendo la historia y contarla según su antojo y vista la avanzada de éste fin de semana de varios medios hegemónicos y de algunos opinólogos, que pretenden hacer creer que el padre Carlos Mugica fue asesinado por Montoneros y, como nada dicen de lo que se encuentra acreditado en los juicios relacionados a este suceso, es muy valioso que se lea la declaración del único sobreviviente del ataque al cura villero.

El diario Tiempo Argentino publicó ayer una recopìlación sobre el testimonio de Ricardo Capelli, amigo y testigo de los hechos que terminaron con el homicidio del padre Mugica. Lo que pasó:

Hay un fusilado que vive. No es aquel sobre el que escuchó Rodolfo Walsh mientras jugaba al ajedrez en un bar platense, y que inspiró su investigación de los fusilamientos de militantes peronistas en los basurales de José León Suárez. Es Ricardo Capelli. Hoy, hace 40 años, Capelli apuraba a su gran amigo, una tal Carlos Mugica, que se demoraba en cuestiones poco terrenales en una parroquia de Villa Luro, cuando el reloj apretaba cerca de las 20 en una oscura noche otoñal, y ambos, más María del Carmen Artero, otra amiga entrañable que estaba con ellos, los esperaban para compartir un asado. 


Nunca llegaron. Las balas de los sicarios de la Triple A cambiaron el rumbo en la vida de los tres. Para siempre. –¡Padre Carlos! –se escuchó a la salida de la parroquia San Francisco Solano. Y Mugica, como era su costumbre se frenó para volver sobre aquel que lo reclamaba. Ricardo siguió camino hacia su auto. María Del Carmen, detrás. –La puta que te parió, hijo de puta…– gritó el cura cuando vio que Rodolfo Almirón lo apunta con una ametralladora –subfusil Ingram MC-10 dictaminaría luego la pericia– para vaciar el cargador contra él, que se desplomó, deslizándose sobre la pared, hasta caer sentado, con 14 balazos. 

En ese instante un golpe seco, un calor insoportable también sacudió el pecho de Ricardo. Lo noqueó. Una de las balas lo perforó a milímetros del corazón. Un vecino, junto al párroco Jorge Vernazza y a María del Carmen, los trasladan al Hospital Salaberry en un viejo Citroen. No más de 30 cuadras. Un suplicio interminable. Ricardo recuerda los fotogramas de esa pesadilla. Recuerda el dolor. A cada uno, en una camilla. Las últimas palabras de Carlos. Luego, silencio. Mugica no sobrevive. Capelli es operado. Y horas después lo sacan del Salaberry. 

El fusilado que vive había visto el rostro de la muerte: era Almirón. Había sido la Triple A. Lo sabía. Al verdugo lo tenía visto del Ministerio de Bienestar Social, cuando acompañaba a Carlos, durante los meses en que el sacerdote creyó que podría torcerle el brazo al "Brujo" López Rega, por lo que había aceptado ser funcionario, ad honorem, buscando soluciones para sus villeros. Una ingenuidad. Entonces, en aquella oscura noche de otoño, hoy, hace 40 años, la vida de Ricardo corría doble peligro. Por las graves heridas. Por la posible venganza que clausurase la faena criminal de los sicarios. 

Lo trasladan en secreto a una clínica porteña. Se recupera lentamente. Fueron meses y meses. Y un silencio que le oprimió el pecho como la bala sucia de Almirón. Si hablaba, moría. Estaba garantizado. Siguió en contacto con su amiga Artero; ella, tras el asesinato de Mugica, se incorporó a Montoneros. Irrumpió la dictadura cívico-militar. Un yerno policía, canalla y represor, entregó a María del Carmen a las fauces del terrorismo de Estado. Estuvo detenida en el Olimpo junto a su hija Cristina y a su nieto, un bebe recién nacido. Cristina y su hijo viven en Holanda. María del Carmen está desaparecida. 

Clandestino hasta de su sombra, Capelli supo lo que fue ser invisible hasta que asomó la democracia, incluso, algunos años más también. Las cicatrices del terror surcan su cuerpo. Ricardo entró a la historia de colado. Y ahí, comprometido con esa historia, eligió quedarse. Era un pibe cuando con un amigo se colaron al cumpleaños de 15 de Marta, una de las hermanas de Mugica. Así conoció a Carlos. El destino se consagró manifiesto para los dos. Siguieron frecuentándose. El cura viajó a Europa en el 68. A su regreso, la amistad entre ambos fue monolítica. Horas de charla en la Villa 31. Horas, en el bar el Blasón de Las Heras y Pueyrredón. Horas, en la piecita que el cura de los pobres había montado en la terraza del edificio de la calle Gelly y Obes donde vivía con sus padres. 

Discusiones acaloradas hasta la madruga entre dos tipos que quemaban la vida con pasión. Confesiones mutuas, de hermanos. –Fuerza, Ricardo, que salimos de esta…- Esas fueron las últimas palabras que le dijo Carlos. Se estaba yendo bajo las pálidas luces de la guardia de ese hospital que ya no existe. Los dos se iban. Y Ricardo se quedó. Un día habló. 

El fusilado que vive fue testigo de la historia y la puso en su lugar. Mugica se había distanciado de Montoneros tiempo antes de aquel 11 de mayo de 1974, pero esos jóvenes a los que criticaba públicamente con dureza por su desviación militarista cuando Perón ya había regresado al país, no eran sus enemigos. A Mugica lo mató la Triple A. Hoy, con el coraje intacto, con esa alegría que contagia en cada encuentro, Ricardo, ese entrañable fusilado que vive y no olvida; hoy cuando algún escriba servil y funcional se encapricha en pretender reinstalar que a Carlos se lo devoraron dos demonios; él, Capelli, su sola presencia, pone la historia y a la memoria de su amigo donde corresponde. Un tipo imprescindible Ricardo.

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