Barrio

La tenue luz que emanaba la lámpara de pie ubicada en el living, permitía imaginar la nocturnidad necesaria para jugar con los soldaditos de plástico debajo de la mesa del comedor y sobre la alfombra de pelo corto marrón.
La cuadra en la que nací carecía de matrimonios jóvenes, razón por la cual, éramos muy pocos los niños de corta edad, aunque sí los había mayores. Esta circunstancia colaboró fuertemente para que, durante esos primeros años de la infancia, tuviera que ingeniármelas para no aburrirme; tuve que exprimir al máximo mi imaginación. No era que fuera un niño solitario, sino que en esa época, primeros años de la década del setenta, no era muy común que los niños se fueran a jugar a la casa de sus compañeros de escuela.
Un poco más crecido, digamos los diez años, la cosa empezó a cambiar: jugábamos en la calle, en nuestra cuadra, y más tarde, en otras cuadras, pero para eso falta.
Cuando recibí mi primera caja de Mis Ladrillos no lo podía creer, mucho después, accedí al Rasti, pero jamás llegue a tener Lego.
Las cajas venían con los planos para construir lo modelos que se podían hacer con la cantidad de piezas que traía ese modelo de Mis Ladrillos y/o Rasti. Cuando agoté la construcción de esos modelos, comenzó el verdadero desafío: crear nuevas formas con la misma cantidad de piezas. Esa primera caja, trajo otras más, así que la creatividad iba en alza, a mayor cantidad de piezas más cosas para hacer e imaginar.
Desde chico, muy chico, me gustó jugar a la pelota y, a medida que se agigantaba mi colección de piezas de Mis Ladrillos y Rasti, un buen día, armé equipos de fútbol con ellas. La unión de tres piezas, esas de ocho puntos, eran el jugador perfecto; once por bando, la pelota era la pieza más chica: el cuadrado de cuatro puntos. Los arcos eran fabricados con las piezas que no eran útiles para construir jugadores.
Las piezas a color del Rasti, ofrecían a diferencia de los Mis Ladrillos, armar más equipos; los Mis Ladrillos sólo permitían unos cinco equipos: River con dos blancos afuera y uno rojo en el medio; Estudiantes, dos rojos afuera y uno blanco en el medio; Huracán y Gimnasia, tres piezas blancas e Independiente, tres piezas rojas. Las del Rasti trajeron a Boca, Rosario y Atlanta, que de enfrentarse ambos, uno también podía ser Boca, llegó Racing, All Boys (dos blancas y una negra), Ferro, Banfield, Colón, Newells, San Lorenzo y así sucesivamente, hasta poder armar todos los equipos que jugaban en aquel campeonato metropolitano del 74, y permitirme recrear los partidos del domingo.
Un detalle muy importante: todos los lunes durante muchos años, mi viejo traía la revista El Gráfico y aclaro lo de lunes, porque viviendo en Ramos Mejía la revista llegaba los martes a la mañana, pero como el viejo laburaba en Capital, primero se recibía ahí, a eso de las nueve y media de la noche.
El Gráfico tenía una sección que era el análisis de toda la fecha, partido por partido, con los equipos completos, su calificación, la figura, el árbitro, la cancha, espectadores y hasta un resumen del desarrollo del partido. Eso era “La Gloria”. Los domingos, uno seguía por radio a su equipo, si bien se enteraba del resultados del resto de los partidos, a los efectos de jugar recreando toda la fecha, esa información era la panacea.
Me devoraba esa información para hacer los encuentros lo más verídicos posibles, aunque el único espectador era yo, el mismo que también manipulaba a los players y  hasta relataba el encuentro.
En un cuaderno Gloria de espirales, comencé a pegar esos resúmenes semanales, a los que le agregaba, dibujadas por mi, las fotos de los goles y hasta esas famosas recreaciones de jugadas que publicaba la revista.
Mi amigo Pide, por suerte, me demostró que uno, no era el único enfermito. Enterado de éste relato, se vino para casa y me trajo su propia edición de "El Golazo"; tuvo la suerte de poder mantener semejante tesoro, una colección incunable de sus creaciones infantiles, en cambio, yo, entre tantas mudanzas -siete hasta ahora- extravié ese recuerdo. Mi cuaderno Gloria no era ni por asomo parecido a esta creación de Pide. El reescribía su propia revista El Gráfico, a la que llamo El Golazo.



Esta especie de Rasti-Gol, vino a suplantar y mejorar, el primario y nunca bien reconocido Botón-Gol.
El botongol se jugaba en cualquier superficie plana y consistía en ejercer una presión deslizante desde la parte superior hacia la inferior del botón, con una birome o lápiz, permitiendo esta acción, que el botón saliera disparado hacia adelante impactando contra otro botón de menor tamaño –la pelota- del tipo botón de puño. El desarrollo consistía en lograr que al impactar la pelota se acercara a otro botón del mismo equipo; si quedaba más cerca a un botón del contrario, la tirada pasaba al otro jugador. Es importante destacar las características que debía cumplir el botón jugador: en principio, que no fueran chatos, luego había que juntar once iguales; después el diámetro, no debía ser superior, digamos, a un centímetro y medio y por último, algunos, sobre el lomo, pegaban un pequeño trozo de cinta adhesiva –que era de tela- o bien para numerarlos o bien pintarle el color de su equipo preferido. El botongol, a diferencia del rastigol, permitía jugar de a dos.
Recupero el relato, del Rasti a los soldaditos era la rutina de juego de esos primeros años solitarios, ubicado entre los ocho y diez años. Esa misma orfandad de congéneres, me llevó a ver la televisión. El Gran Chaparral y no Bonanza, era un imperdible de las siete de la tarde. Los sábados la cita era “sábados de súper acción” por canal once.
Todo lo que veía durante esas horas, se convertía en un nuevo juego o divertimento. La colaboración, desinteresada pero casi por obligación de mi hermana menor, resultó ser el partenaire necesario para algunas de las tantas aventuras que reconstruía, luego de ver la tele. El cuarto al fondo del patio, era el “estudio” en el que preparaba mi escenografía. Fue un fuerte, cuartel de policía, confitería, vivienda, banco, carnicería o el negocio que fuera necesario para teatralizar lo que acababa de ver. Mi hermana, al igual que el cuarto del fondo, sufrió las mutaciones que la ocasión ameritaba: ella fue clienta en una confitería, de una carnicería, fue prisionera, pasajera de un colectivo, ahora que lo escribo, me doy cuenta que nunca le di las gracias por haber aguantado jugar, las más de las veces, sin ganas. Aunque, vale decirlo, ella también estaba sola en esa infancia.
Después, poco tiempo después, vino la calle. La bicicleta fue el vehículo que permitió conocer otras cuadras, primero las que conformaban la propia manzana. Cuando nos dieron permiso para cruzar la calle en bici, conocimos otro mundo.
En esas primeras vueltas a la manzana descubrí que tenía ahí, al alcance de la mano, doblando la esquina nomás, a un contemporáneo. Teníamos la misma edad y éramos tocayos. Marcelo vivía en un chalet americano con jardín al frente. En el garaje, embutida en la pared, tenía una vitrina con la más grande colección de cochecitos de que hubiera visto hasta ese momento, los Matchbox. Pero, no eran para jugar, o por lo menos, no eran para prestar.
El jardín del frente tenía buenas plantas y un terreno irregular, escenario ideal para jugar con los soldaditos, los que iban mutando de combatientes de la segunda guerra mundial a vaqueros e indios, hasta granaderos y godos. Grandes batallas se disputaron en ese jardín de la casa de Marcelo.
Marcelo sumó a Alejandro que vivía en la manzana de enfrente a la nuestra, pero dando toda la vuelta.
La casa de Alejandro tenía al fondo un gran galpón, era el depósito de libros de su padre librero. Fue, podemos decir, la primera biblioteca que vi en mi vida.
Llegar ala casa de Alejandro nos abrió la puerta para que arribáramos a lo que desde ese día empezó a ser nuestro barrio. Así se fueron sumando Daniel, Andrés, Ale y Guille. De unas cuadras más allá llegó Juancito.
Así se completo mi primera barra de amigos y la esquina de Costa y Bolívar fue el epicentro de nuestro barrio.
Dejamos la niñez atrás, durante la primera adolescencia se armó el equipo de fútbol, llegaron los primeros bailes –que los hacíamos en las casas- y por supuesto los primeros acercamientos con el sexo opuesto.
Del barrio a la noche, llegamos entrada la adolescencia, digamos los dieciséis, diecisiete años, y llegaron también los bailes en los boliches, los bares, las trasnochadas, y  las primeras novias.
El primero en irse fue Marcelo, casorio por medio, después de él, en el mismo año nos fuimos Alejandro y yo, nos siguieron Ale, Daniel y Andrés. Juan y Guille fueron los últimos en irse. Nos fuimos yendo de a poco.
Ese día, cuando se fue el último de la barra, se cerró el barrio.
Por supuesto que hoy, hay otros vecinos que ocuparon nuestros lugares y seguramente llamaran barrio a su lugar, que es el mismo que fue nuestro.
Pero, el barrio, nuestro barrio, ese que creamos y en el que crecimos, ya no existe más. Se fue.
Se fue de la misma manera y sin que lo supiéramos –hasta hoy, o hasta siempre- de la misma manera que lo hicimos nosotros: el también se fue de a poco.

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